Hoy, 30 de julio, se conmemora el aniversario de la «gran redada» de los gitanos españoles en 1749. Junto con las asociaciones y movimientos de la sociedad civil, la historiografía académica puede contribuir a mantener viva la memoria de las persecuciones del pasado, como un recordatorio de los obstáculos que hay que superar en el camino hacia una ciudadanía democrática plenamente integradora.
Esta mujer de ojos tremendamente claros se llamaba Teresa Gabarre. Eso dice al menos su “carnet antropométrico”, un documento que el estado francés obligó a llevar a todos los nómadas desde que una ley de 1912, aún vigente en 1968, tipificó legalmente esta figura.
Es una muestra de cómo se trató en los países liberales y democráticos de Europa, antes y después de la Segunda Guerra Mundial, a una numerosa comunidad gitana trasnacional, que tenía en el viaje su forma de economía y de vida.
Este es el título, provisional, de nuestro próximo libro, una publicación colectiva con la que cerraremos tres años de trabajos dedicados al estudio de la inclusión y la exclusión políticas en un largo siglo XIX.
Su eje temático es la alteridad, las imágenes del otro construidas por la modernidad política. A través de seis capítulos analizamos cómo el liberalismo construyó figuras densas de excluidos que dan razón de unos sistemas políticos selectivamente inclusivos , y cómo estas operaciones se inscriben en el marco general de las jerarquías culturales propias de la contemporaneidad -al hilo de tópicos como los de civilización o progreso-.
Si hay una categoría que ha sido recurrentemente alimentada en la cultura occidental con imágenes de alteridad, es la de “gitano”. Más allá del debate -importante y necesario- sobre los nombres y su significado identitario, el hecho es que la imagen de “lo gitano” ha sido construida por un caudal muy amplio de narrativas de ficción, artísticas y científicas, desde hace siglos. Tanto que, como afirma Ian Hancock, quizá sea una misión imposible la de desmontar un estereotipo que, tan infiltrado en el sentido común de la sociedad, discrimina aún actualmente a comunidades enteras en el mismo corazón de la “civilizada” Europa.
Aunque sea una tarea trabajosa, la deconstrucción de estas imágenes que alimentan el prejuicio es, a juicio de quien escribe estas líneas, una obligación cívica importante para quienes estudiamos la sociedad desde distintos puntos de vista. Y la Historia no es herramienta pequeña en una tarea de demolición necesaria, pues nos ofrece precisamente la posibilidad de apreciar cómo han sido construidas culturalmente ciertas realidades sociales y políticas que no tienen nada de naturales, inevitables ni necesarias.