Paradojas de la ciudadanía

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Recuperar la política

Quisiera retomar el interesante debate iniciado por mis compañeros de proyecto Rafael Zurita y Víctor M. Núñez García en este blog. Más allá de los alcances del concepto de “élites extractivas” me parece muy relevante reflexionar en torno a la llamada crisis de representación que atraviesan los sistemas democráticos en la Europa más afectada por la crisis económica como en los diferentes países de América Latina. Los cuestionamientos a los partidos, acompañados de un profundo escepticismo sobre la potencia de la participación democrática para transformar la vida de la personas, constituye uno de los rasgos más generalizados de las percepciones actuales sobre la vida política. 

El “pesimismo” que envuelve a la ciudadanía, al que hacía referencia Rafael Zurita, tiene sin dudas orígenes muy complejos pero al que no son ajenos la agudización de diferentes problemas en un contexto de crisis económica y social, como la difusión de casos de corrupción que salpican indiscriminadamente a los diferentes partidos que se alternan en el poder. Lo cual no sólo ha contribuido al descrédito de los políticos –y más todavía a un discurso genéricamente antipolítico– sino también a una cierta preeminencia del registro moral y ético en el análisis y diagnóstico de los diferentes escenarios nacionales. En Argentina, por ejemplo, es habitual escuchar que el “problema es la corrupción” o “los políticos”. Una interpretación que, salvo excepciones, animan ampliamente los medios de comunicación: los casos de corrupción –junto a la “inseguridad”– suelen ocupar los lugares centrales de los informativos televisivos o las primeras planas de los periódicos. Las razones de esta elección son sin dudas diversas y por cierto no se reducen a las disputas partidarias de coyuntura, aunque estas juegan un rol más o menos evidente en algunos casos. La difusión de este tipo de discursos tiene también otras razones. Por ejemplo, comerciales: sintoniza bien con las visiones preconstruidas de al menos un segmento seguro de oyentes, lectores o televidentes, indispensables para asegurar sólidas mediciones de rating y consecuentemente buenos anunciantes. Por otro lado, los propios espectadores obtienen significativas «ganancias». Una retórica de esta naturaleza los ubica en un lugar emocionalmente cómodo: el de la repetitiva crítica cotidiana a la política/a los políticos.  Se suprime de este modo toda reflexión en torno a los vínculos que las sociedades tienen con sus partidos, sus gobiernos, sus sistemas políticos y económicos. La crítica viene acompañada de una afirmación implícita y compartida: el ciudadano promedio nada tiene que ver con su clase gobernante. Al mismo tiempo, se trata de un discurso preformateado muy fácil de replicar: no exige mayor análisis ni tampoco capacidades periodísticas sobresalientes. Por supuesto, tampoco exige un compromiso ideológico específico (aunque en muchos casos exista). No hay análisis de la multicausalidad de los problemas sociales, económicos y políticos que, en esta clave, se presentan reducidos a una única tónica, a una “gran causa” lo suficientemente vaga como para no poder ser refutada. Con la suficiente dosis de “conspiración” y “efecto verdad” como para rodear a sus reproductores, en sus diferentes niveles, de cierta distinción: por utilizar un concepto de Bourdieu. Más allá de la honestidad o no de sus impulsores y de la necesidad, que comparto plenamente, de dar publicidad a las denuncias de corrupción e investigarlas hasta las últimas consecuencias, me preocupa la peligrosa simplificación que implica el discurso que suele envolverlas: una simplificación que deja fuera del análisis muchas otras variables y, sobre todo, el seguimiento del desempeño y actuación de los diferentes actores económicos, corporativos, intelectuales y mediáticos, en muchos casos profundamente interrelacionados entre sí y, por supuesto, también vinculados a los partidos. Desde las corporaciones financieras y los grupos económicos nacionales o trasnacionales, hasta las numerosas fundaciones (los conocidos Think Tanks) que producen información e interpretación por encargo, pasando por los multimedios y sus roles en la vida pública.

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Sin estas otras variables, la conjunción entre “pesimismo”, “descrédito” y registro “moral” se traduce mayormente en un pedido más o menos explícito, aunque no siempre del todo consciente,  de “menos política”, y “menos política” se traduce finalmente en menos capacidad social de regulación y control de los agentes económicos y de las diferentes corporaciones. “Menos política” implica por lo tanto una ciudadanía menos capaz de decidir sus destinos frente a tendencias regresivas de mediano plazo que hoy se hacen inocultables: el número de millonarios aumenta al tiempo en que los coeficientes que miden la distribución de la riqueza y la desigualdad arrojan resultados cada vez más alarmantes. Los sistemas tributarios, por su parte, pierden progresividad o se resignan directamente a abandonarla totalmente mientras los numerosos paraísos fiscales existentes amenazan la sustentabilidad de cualquier política de redistribución del ingreso sostenible. Se recortan los presupuestos en educación, salud o ciencia básica pero se otorgan de manera indiscriminada cuantiosos recursos al sistema financiero. “Salvatajes” o “blindajes” según los términos elaborados por los think tanks para eludir precisamente el más apropiado de “subsidios” que, sin embargo, utilizan ampliamente para designar los seguros de desempleo. El pedido de menos política –que, por supuesto, no tenemos que confundir con el rechazo de tales o cuales políticos en concreto– es, en mi opinión, una postura peligrosamente funcional a las transformaciones estructurales regresivas de las últimas décadas, al profundizar la impotencia de las ciudadanías para enfrentarlas, alienándoles el único terreno en el que pueden jugar un rol relevante. En este marco, me parece que la mirada de los historiadores sobre la política del siglo XIX, como reflexiona Víctor, puede ser muy valiosa para ofrecer nuevos elementos al debate. Elementos que les recuerden a los ciudadanos que la “inclusión” y la “exclusión” políticas, en definitiva, que las instituciones de gobierno y los derechos que hoy detentan no son “naturales” sino el resultado de procesos históricos concretos, que implicaron largas y sinuosas luchas. Y que esas largas y sinuosas luchas, con todas sus idas y venidas, fueron siempre el resultado de “más política” y “más participación”: nunca de menos. Con todos sus límites, con toda su “corrupción”, impotencia y fragilidad, la historia nos enseña que sólo haciendo política (desde diferentes lugares, consensuando o disintiendo) nos hacemos algo más dueños de nuestro futuro.

Estoy convencido, en este sentido,  que la historia y en particular la historia política de la formación de la ciudadanía, con su capacidad de desnaturalizar el mundo (sus discursos, sus instituciones, sus leyes, sus criterios de inclusión y exclusión), tienen muchísimo para aportar a la hora presente. Empezando por afirmar, en un contexto de escepticismo y desesperanza, la necesidad y la importancia de no renunciar a la política.

Aprovecho, por último, para dejarles un link a un documental muy conocido de N. Klein (La Doctrina del Shock) que, más allá de las interpretaciones sin dudas discutibles de algunos de los procesos abordados, plantea valiosas hipótesis para el debate contemporáneo.

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